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La montaña rusa emocional de ser un escritor de ciencia

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A roller coaster with a dark blue sky and a few clouds in the background.
WilliamSherman/iStock

 

Mientras me siento a escribir esto, noto que he estado conteniendo mi respiración. Es un síntoma subconsciente de una tensión ahora familiar —un miedo de que esta vez las palabras simplemente no me lleguen, o que lleguen tan lentamente que no logre cumplir con mi fecha de entrega—.

Si esta historia avanza como la mayoría de mis artículos, seguiré el mismo patrón. Escribiré algunos párrafos. Los odiaré. Volveré a trabajar en ellos. Los borraré. Té, galletas y desesperación. En algún momento después, descubriré que mi motor de escritura se pone en marcha, pero enfrentaré algunos ciclos más de frustración y satisfacción hasta que finalmente llegue a mi primer borrador terminado, que espero sea medio decente.

Una vez que haya presionado “enviar”, probablemente volveré a leer el archivo adjunto y, de repente, todos sus defectos se harán evidentes ante mí. Me imaginaré a mi editor leyéndolo —enojado o, peor aún, avergonzado de mí—. La retroalimentación del editor no será tan mala como había imaginado —solo en mi propia mente un editor podría ser un crítico tan severo y sin tacto— y tendremos un intercambio de versiones y ediciones hasta que el artículo finalmente sea publicado, después de lo cual tendré un subidón momentáneo de endorfinas hasta mi próxima asignación. Es un ciclo que se repite con cada artículo periodístico que escribo.

Sé que no soy el único que experimenta estos altibajos habituales. En junio de 2019, Erin Griffith, periodista de negocios de The New York Times, tuiteó un esbozo de gráfico que describe los picos y las llanuras de la escritura. “cada vez que un amigo que no es escritor me pregunta ‘¿¿cómo va el trabajo??’ lo veo con una mirada vacía o efusivamente le digo de la suerte que tengo de tener el mejor trabajo del mundo. así que hice este gráfico para explicarlo”, escribió. Claramente tocó la fibra sensible: su tweet recibió “me gusta” más de 24.000 veces. [Nota del editor: El tuit de Griffith ya no está disponible.]

El periodismo de temas científicos, por supuesto, no es diferente. (De hecho, Ed Yong, ahora reportero científico de The Atlantic, había publicado anteriormente un gráfico muy similar). Como me dijo Carl Zimmer, columnista de The New York Times y autor galardonado, en un correo electrónico: “Cualquiera que piense que la escritura de ciencia está libre de emociones no la ha intentado”.

Yo encuentro el tema particularmente provocador, ya que recientemente escribí un libro de psicología popular, “La trampa de la inteligencia: por qué las personas inteligentes cometen tonterías y cómo evitarlo”, que incluye un capítulo sobre los muchos beneficios de la autoconciencia emocional y la regulación. Había examinado las consecuencias para la medicina, el derecho y los negocios, pero realmente no había considerado cómo mis emociones moldean mi propia escritura. ¿Cómo podemos tener menos de esos momentos de miradas vacías y más de aquellos de alegría efusiva? Y ¿deberíamos aspirar a un desapego más objetivo si queremos producir nuestro mejor trabajo?

 

La página en blanco

La investigación y el reporteo de una historia científica pueden, por supuesto, representar un desafío incluso antes de poner nuestros dedos sobre el teclado. Los reporteros necesitan leer artículos complejos, sintetizar diferentes líneas de investigación y asegurar entrevistas —ninguno de los cuales es cognitivamente fácil—.

Sin embargo, en general, la mayoría de mis colegas parecen estar de acuerdo en que la alegría de explorar un nuevo tema es una de las mejores cosas de nuestro trabajo —una emoción que puede evaporarse rápidamente tan pronto como empezamos a tratar de exprimir ese primer párrafo—.

Nadia Drake, quien escribe para National Geographic, señala que mirar una página en blanco puede crear una presión poco realista para que “las palabras perfectas aparezcan, en el orden perfecto, con matices, impacto y precisión perfectos, a la primera vez” —lo cual, señala, “no va a suceder”—.

La parálisis que generan nuestras propias expectativas ciertamente encaja con mi experiencia. Pero Drake dice que vale la pena considerar si los sentimientos de bloqueo del escritor también son una señal de que aún no sabes cuál es la historia. “En esos casos, revisaré mis notas, el artículo científico (si se trata de un estudio), la literatura relacionada, mis grabaciones de audio y seguiré reporteando hasta que tenga una idea sólida de cómo darle forma a la narrativa”, me dijo en un correo electrónico.

Cuando se siente segura de que está lista para escribir, Drake encuentra que la mejor manera de romper la ansiedad inicial es escribir algunas palabras en la página. “Simplemente empiezo a escribir la parte que se sienta más orgánica o más cercana a mi superficie cognitiva. Podría ser la primera oración, podría ser un párrafo explicativo, un segmento descriptivo, una introducción para una cita favorita —no importa—. Una vez que lo hago, el resto como que fluye naturalmente”, señala. “Y luego, una vez que esas palabras imperfectas iniciales están ahí, puedo comenzar a esculpir, reorganizar y retocar hasta que esté satisfecha”.

Dadas mis propias luchas con la página en blanco, me gusta más la idea de imaginar el primer borrador como un trozo de arcilla en bruto, en lugar de luchar por la perfección inmediata. Y es un consuelo que incluso un escritor experimentado como Zimmer a menudo encuentre que sus primeros intentos son “un espantoso mosaico de clichés y narrativas zombi”. Zimmer dice que trata de no hundirse en esa frustración, “recordándome a mí mismo que incluso el borrador más terrible es un punto de partida. Al día siguiente puedo intentar convertirlo en algo legible”.

Steve Silberman, exredactor de Wired y autor del bestseller de The New York Times “Neurotribes: The Legacy of Autism and the Future of Neurodiversity”, está de acuerdo. Me dijo que sus primeros borradores pueden ser extremadamente variables. No hay ningún secreto para escribir un primer borrador impecable, dice Silberman, por lo que la mejor estrategia es simplemente “seguir adelante” independientemente de lo malo que creas que es lo que has escrito.

Si todavía tienes dificultades para que las palabras fluyan, puede ser útil comenzar a escribir en un formato completamente diferente, dice Rachel Riederer, escritora y parte del equipo editorial de The New Yorker, quien también ha enseñado redacción en la Universidad de Columbia y la Universidad de la Ciudad de Nueva York. A menudo les ha pedido a sus alumnos que redacten un correo electrónico explicando el contenido de su trabajo. Esto crea “un espacio donde pueden sentirse un poco más conversadores y casuales que un documento de Word”, me dijo en un correo electrónico. Para su propia escritura, a veces comienza con una lista de ideas claves que lentamente van floreciendo un argumento estructurado. Este tipo de enfoque, dice, te brinda “un pequeño colchón seguro al decirte a ti mismo que solo estás haciendo una lluvia de ideas”. Eventualmente, es posible que termines con un primer borrador ya formado.

 

Dar un paso atrás

Volver a trabajar y reescribir de ese texto preliminar puede presentar sus propios desafíos. Una vez que nuestras palabras están en la página, es posible que nos apeguemos demasiado a nuestra propia prosa, lo que significa que no podemos soportar hacer un solo cambio.

Esto me recuerda un fenómeno psicológico más amplio, la paradoja de Salomón, que lleva el nombre del rey bíblico que era conocido por su capacidad para resolver los dilemas de los demás, a pesar de que no poder encontrar buenas soluciones para su propia vida privada caótica. Los experimentos han demostrado que a menudo somos mucho más sabios cuando reflexionamos sobre los problemas de otras personas que cuando pensamos en los nuestros.

De manera similar, muchos escritores se les hace difícil juzgar su propia escritura objetivamente, incluso si suelen ser lectores y editores muy astutos del trabajo de otros. En el momento en que empezamos a sentirnos comprometidos personal y emocionalmente con algo, se nos hace difícil verlo con claridad.

Para superar la paradoja de Salomón, la evidencia científica sugiere que debes encontrar una “distancia psicológica” del problema en cuestión —cualquier cosa que te permita sentirte más desapegado y menos involucrado personalmente en él—.

Tanto para la escritura como para la vida, eso es más fácil decirlo que hacerlo. Silberman, al escribir Neurotribes, tuvo un enfoque ligeramente rocanrolero para esto. “Muchos escritores han encontrado que mirar un manuscrito en diferentes estados de conciencia puede ser una forma de evaluar su verdadero valor”, dice. Para algunos, es alcohol. “Para mí, fue cannabis”. Escribir estando sobrio y luego editar estando fumado, dice, puede ayudarte a ver tus palabras desde una nueva perspectiva —aunque señala en que “no es una estrategia sin sus riesgos”—.

Para muchos escritores, un breve periodo lejos de lo que hemos escrito podría ayudarnos a ver nuestras palabras refrescadas. Personalmente, encuentro que una noche de sueño no es suficiente, me ayuda si me tomo al menos un día para trabajar en otro proyecto, para que actúe como una especie de limpiador del paladar. También me gusta cambiar la fuente y el interlineado antes de volver a leer —de alguna manera eso me engaña para que olvide que yo mismo escribí las palabras—.

Otra peculiaridad cognitiva que he notado que puede conspirar con la paradoja de Salomón es la falacia del costo hundido. No me gusta perder palabras y frases que me he esforzado tanto en elaborar, por lo que a menudo paso horas tratando de hacerlas encajar, incluso cuando deberían irse. He descubierto que una forma de evitar esto es simplemente moverlos a un documento separado. Otros escritores a veces incluyen este tema en una sección de “material extra” al final de sus borradores, o en un comentario de seguimiento a su editor o editora. La mayoría de las veces, este material nunca verá la luz del día —me pregunto cuántos editores realmente leen ese material extra—, pero de alguna manera hacer esto hace que se sienta como un sacrificio menor eliminar de un borrador palabras ganadas con tanto esfuerzo.

Habiéndome sumergido en la investigación científica sobre nuestros sesgos cognitivos, también recomiendo un poco de juego de roles. Cuando hago esto, intento ver mi escritura a través de los ojos de mi crítico más duro. Si leyeran mi artículo o ensayo, ¿qué vacíos identificarían en el argumento? ¿Cómo podrían malinterpretar mi escritura? Los experimentos muestran que este tipo de pensamiento supera problemas como el sesgo de confirmación, por lo que analizamos un argumento de manera más desapasionada.

Sin embargo, en última instancia, no hay nada como pedirle a otro lector que le eche un vistazo. “Como muchos escritores, puedo ir y venir entre pensar que lo que estoy escribiendo es asombroso y [pensar que es] horrible”, dice Zimmer. “Obtener respuestas francas de otras personas es la mejor manera de manejar esos cambios”. Y eso también incluye tener en cuenta los pensamientos de tus editores una vez que finalmente estés listo para enviarlo a revisión.

 

Dejando ir

Recibir comentarios de los editores y someterse a la verificación de datos a menudo es complicado. En el gráfico de Griffith que se hizo viral en Twitter estas etapas del proceso editorial están cerca del punto más bajo de autoestima de su viaje.

Sin embargo, la mayoría de los escritores con los que he hablado tienden a ser mucho más positivos. Drake dice que le reconforta saber que un editor talentoso leerá su trabajo. “Para mí, no hay mayor alivio para el estrés como escritora que confiar en mis editores”, dice. De manera similar, ve la verificación de datos como una “red de seguridad bienvenida”.

Drake dice que una clave para manejar la confusión emocional que puede traer la edición es pensar en la persona que realmente va a consumir la historia. “Recuerda que los cambios en la historia siempre deben servir al lector”, dice ella. “¿Esa frase que puse allí porque creo que es juguetona y divertida? En realidad, podría distraer a alguien cuya atención ya está dividida. ¿Esa tercera opinión por la que luché tanto por obtener de un científico cascarrabias? Podría ser demasiado rebuscada para un lector interesado en la ciencia que solo necesita un detalle rápido.

También puede ayudarnos recordarnos que no debemos ver las críticas de los editores como un ataque personal; en cambio, deberían tomarse con espíritu de colaboración. “Todas esas personas que brindan comentarios y trabajan junto al escritor en un artículo —¡son tus aliados! Están ayudando a que la pieza sea pulida e impecable”, me dijo Riederer en un correo electrónico. “Esas personas —los editores, los correctores de estilo, los verificadores de datos— no creen que un escritor sea malo o estúpido cuando encuentran un error fáctico que corregir, o una redacción rara para hacerla más delicada … Hacer un texto realmente exitoso es un gran trabajo y requiere muchas manos”.

Cuando se recibe una retroalimentación particularmente cortante, Zimmer sugiere tomarse un tiempo antes de responder. “Intento encontrar una manera productiva de pasar el día haciendo otra cosa”, dice. “Una vez que mis emociones se hayan calmado un poco, puedo volver a la pieza y lidiar con ella con un poco de desapego clínico”.

 

La visión a largo plazo

En mi experiencia como editor en New Scientist y BBC Future, he descubierto que los mejores escritores también son los más receptivos a la retroalimentación. A pesar de sus muchos logros, a menudo me sorprende su humildad. Los peores escritores, en cambio, pueden preciar demasiado la prosa más mediocre. Si alguien piensa que es demasiado bueno para ser editado, probablemente no sea bueno en lo absoluto.

No creo que esto sea una coincidencia: la disposición de los mejores escritores para aprender de la crítica, tanto como su talento natural, les ha ayudado a perfeccionar sus habilidades, mientras que los demás nunca han aprovechado esa oportunidad.

Es otra razón para tratar de ver lo positivo en la retroalimentación negativa. Como dice Drake: “Si puedes absorber las críticas constructivas y aplicarlas, serás incluso mejor en lo que haces de lo que ya eres”. Y eso también se aplica a la respuesta después de la publicación. Recomendaría que todos los escritores realicen una autopsia de sus escritos y traten de comprender por qué fue atractivo o no.

Cuando me enfrento a una respuesta decepcionante, trato de recordar el consejo del escritor de psicología y periodista de The Guardian Oliver Burkeman, quien sostiene que debes dejar de esforzarte por alcanzar la perfección en cada pieza y, en cambio, tratar de considerar cómo está cambiando la calidad de tu escritura en el tiempo. Si adoptas una visión a largo plazo, aliviarás la presión que vives a la hora de escribir y estarás más abierto a las críticas después.

En última instancia, tengo que aceptar que cierto nivel de estrés y frustración incluso podría ser una virtud: estoy bastante seguro de que sin él no hubiera podido crecer como escritor en absoluto. Estaría demasiado asustado para aventurarme fuera de mi zona de confort y buscar nuevas formas de contar historias. El objetivo, para mí, es moderar esos sentimientos para que me den energía en lugar de paralizarme —para poder usarlos de manera constructiva y para apreciar más plenamente la alegría que me da este trabajo—.

 

David Robson Robert Davies

David Robson es un escritor independiente radicado en Londres y Barcelona. Ha trabajado como editor de reportajes en New Scientist y BBC Future; sus escritos también han aparecido en The Atlantic, The Guardian, Aeon y Mosaic. Su primer libro, “La trampa de la inteligencia: por qué las personas inteligentes cometen tonterías y cómo evitarlo”, fue publicado en 2019. Su cuenta en Twitter es @d_a_robson y puedes contactarlo a través de su sitio web, http://www.davidrobson.me.

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